«Y tal vez también sea necesario hablar de la disminución de los ingresos percibidos por los escritores para determinar si la sociedad todavía considera que las empresas intelectuales son importantes y dignas de retribución, al margen de sus posibilidades en el mercado» Patricio Prón
“cuando empobreces a los escritores de un país, también empobreces a sus lectores [ya que] los libros de calidad requieren a menudo un tiempo y un trabajo de investigación que no pueden ser llevados a cabo si el autor necesita además dar clases y conferencias para llegar a fin de mes.
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Como recuerda Becerra, “en algunos de sus últimos textos [Piglia] se hizo eco de las consecuencias de la irrupción de las nuevas tecnologías en la circulación de las obras literarias, en las formas de escribir y leer. Y, de nuevo, colocó las nociones de propiedad y uso en el centro del debate sobre los efectos más significativos de esta nueva coyuntura: ‘[…]. Hay una ilusión de circulación sin Estado y sin ley, el anarquismo del que hablaba antes. Me parece lo mejor y lo más novedoso que tiene el mundo de las nuevas tecnologías. El capitalismo lo ha generado, pero no sabe muy bien cómo controlar el circuito. Casi no hay censura y es muy difícil controlar la propiedad […]. Hoy parece que se hubiera disuelto toda distancia entre reproducción y apropiación. Hay una ilusión de simultaneidad, un cruce continuo entre textos propios y ajenos. La técnica produce un movimiento de unificación, de escritura única, continua, no personal, casi mecánica […]: pone en juego la cuestión de qué quiere decir enunciar’”.
El problema, desde luego, es que la multiplicación de los contenidos como resultado de la existencia de internet está produciendo transformaciones de enorme relevancia en el valor que otorgamos a la producción artística, no solo a la literatura. Por una parte, porque la presión por acceder a más información disminuye a mínimos la posibilidad de formarnos una opinión crítica acerca de ella, porque su fragmentación en pequeñas unidades (un par de versos, un fragmento de imagen, una frase subrayada en un libro) lleva a su consumidor a pasar tan poco tiempo con el contenido que este no puede desplegar sus cualidades ni convertirse en experiencia, y porque esa misma experiencia, allí donde se produce, deviene simplemente algo “a compartir”, el fondo de una selfi, un fragmento de video enviado por WhatsApp, un “estado”.
Una nueva generación por completo “nativa” del entorno digital se ha habituado ya a no interrogarse acerca de quién o qué es el autor. La “memificación” del contenido, artístico o no, hace que (afirman algunos) nociones como “propiedad” y “autoría” carezcan de utilidad en el ámbito de las redes sociales, como pondrían de manifiesto las numerosas apropiaciones y plagios que pueden encontrarse en ellas. La idea que estas propician de que todas las personas dispondrían de las herramientas para expresarse (y de algo para decir) entra en relación con dos conceptos nunca verbalizados del todo pero especialmente visibles en ellas: el de que el contenido “es” de quien lo comparte, no de su autor o autora, y el de que no es necesario dotarse de ningún tipo de formación para enjuiciar una obra artística porque lo importante en ella no es el modo en que da cuenta de sus condiciones sociales de producción, manifiesta cierta maestría, produce sentido, se constituye en experiencia, nos permite comprender mejor la forma en que vivimos y quiénes somos o cualquier otra cosa, sino la forma en que “conectamos” con ella, es decir, la respuesta emocional que esta nos produce. Cuando una “tuitera y escritora” española llamada “Monstruo Espagueti” se fotografía en el Museo del Prado con carteles que dicen “ni putas”, “ni santas”, frente a la Cleopatra de Guido Reni y a La reina Mariana de Austria de Carreño de Miranda (dos imágenes que no representan ni una cosa ni la otra, por supuesto), no solo demuestra una ignorancia monumental, devalúa un reclamo importante del feminismo o se pone en ridículo: también expresa una indignación que, en el contexto en el que se desenvuelve, es perfectamente legítima, ya que los productos artísticos serían “para” que las personas digan algo acerca de ellos.
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La supuesta gratuidad de los contenidos, que algunos defienden como condición necesaria para el acceso a la cultura entendido como un derecho, ha habituado a los consumidores a esgrimir dos argumentos antitéticos pero habituales: por una parte, que los productos culturales (también la literatura) deben ser gratuitos para los consumidores, no importa cuánto dinero cueste a sus autores producirlos; por otra, que lo que es gratis no vale nada. La discusión en torno a la economía de la literatura y la disminución de los ingresos de los escritores debería considerar ambos argumentos, de alguna manera.
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Para Carrie V. Mullins, “los consumidores disponen de un poder absoluto y pernicioso, por lo que la tendencia al contenido libre no se revertirá a menos que nosotros lo deseemos. Esto es algo triste, y todos estaremos mucho peor si solo podemos escuchar las historias de las personas que pueden permitirse el lujo de escribir. Nicholas Weinstock, miembro del Guild Council, afirmó: ‘Reducir el incentivo monetario para los posibles autores de libros […] significa que habrá menos para que lean las generaciones futuras: menos voces, menos historias, menos representación del tipo de expresión humana que es más profunda y requiere un mayor esfuerzo intelectual que el atracón de series de Netflix o Amazon más cercano o el gif en tu teléfono, pero también recompensa más. Tal vez todos consigamos lo que creemos que nos corresponde: arte gratis. Pero ¿qué tipo de arte será?’”. La respuesta: uno que no valga mucho; que, de hecho, no valga nada.
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Quizás haya llegado el momento de resistir a la transformación del proceso de lectura en acumulación de hábitos de consumo, a la visión del lector como cliente y a la de las editoriales como proveedoras de servicios cuyo valor está determinado por su consumo; resistir incluso a la palabra consumo y a la supuesta gratuidad de los contenidos. Y tal vez también sea necesario hablar de la disminución de los ingresos percibidos por los escritores para determinar si la sociedad todavía considera que las empresas intelectuales son importantes y dignas de retribución, al margen de sus posibilidades en el mercado. Parafraseando a Joseph Roth, no se trata de “prolongar la vida, sino evitar la muerte inminente”: la de los escritores, pero también la de una cultura intelectual y políticamente viva.»
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