“Y aquí vale la pena detenernos un poco, ya que en el momento en que Flusser escribe este ensayo, la pregunta sobre si una computadora era capaz de escribir un poema era tan común como polémica. Para esos años, ingenieros y poetas ya habían experimentado con las diferentes posibilidades de generación textual que ofrecían las máquinas electrónicas. No sabemos si el autor conoció experimentos tales como el Generador de cartas de amor de la Computadora de la Universidad de Manchester, programado por Christopher Strachey en 1952, o Stochastische Texte, el programa de Theo Lutz que en 1959 generó poemas combinatorios a partir de fragmentos de El Castillo de Kafka. En todo caso, la noción de que una máquina podía no solamente igualar sino superar las dotes de un poeta ciertamente flotaba ominosamente en el aire en los tiempos de Flusser. Entonces había que tomarse en serio la cuestión y pensar sus implicaciones. ¿Las computadoras auguraban el fin de los poetas?
Escribe Flusser: “El poeta alfabético manipula palabras y reglas lingüísticas por medio de letras para producir un modelo de experiencia para otros. Al hacerlo, piensa que ha metido su propia, concreta experiencia (sensibilidad, idea, deseo) en el lenguaje y de ese modo hecho accesible a los otros esta experiencia y el lenguaje transformado por esta experiencia”.
Así que Flusser comienza por desgranar el oficio del poeta “alfabético”, caracterizándolo como un transmisor de experiencias. Puede ser, pero quizás le faltó mirar más de cerca la obra de los poetas concretos, que ya desde la segunda mitad del siglo pasado utilizaban los elementos lingüísticos como material plástico para crear arreglos y formas, poniendo en segundo plano la comunicación de significados y experiencias precisas. Los poemas experienciales eran, ya para entonces, solamente una de las tantas posibilidades de la poesía, y ciertamente no la más emocionante e innovadora. Esta
observación no es ociosa, ya que la poesía concreta permite entender a la poesía desde una práctica más cercana a la estética visual que a la escritura. Una visión de la poesía como forma y no solamente como dispositivo de comunicación habría enriquecido notablemente la complejidad de este ensayo. Pero sigamos el hilo del autor:
“El nuevo poeta, equipado con aparatos y alimentado digitalmente por ellos, no puede ser tan ingenuo. Sabe que debe calcular su experiencia, diseccionarla en átomos de experiencia para poder programarla digitalmente. Y al hacer este cálculo, debe confirmar la extensión en que otros modelaron previamente su experiencia. No se identifica ya como autor sino más bien como procesador. … Su actitud ante un poema no es ya la del poeta inspirado e intuitivo sino la de un diseñador informático. Se apoya en teorías y ya no trabaja empíricamente”.
Así que el poeta como procesador. Hay aquí un acierto luminoso, aunque habría que señalar que la escritura poética apoyada en teorías y diseños tiene un origen predigital, y tampoco sabemos si Flusser lo conoció. Basta con echar una ojeada a los trabajos del OuLiPo, el Taller de Literatura Potencial fundado en 1960 por Raymond Queneau y François Le Lionnais, en el que el trabajo escritural consistía en la formulación de reglas que, a su vez, generaban escritos. Están, por ejemplo, los sonetos combinatorios de Queneau, titulados “Cent mille milliards de poèmes”, o la novela “La Disparition” de Georges Perec, en la que se respeta, de principio a fin, la regla de prescindir de la letra “e”, la más frecuente en el idioma francés. Los algoritmos oulipianos no precisaban de máquinas, y este punto es crucial. Porque el devenir procesador del poeta augurado por Flusser es, en realidad, una lenta y gradual transformación que antecede a las escrituras digitales y que, en realidad, encuentra sus raíces en tradiciones incluso más antiguas que el OuLiPo, como la adivinación, la magia o la cábala.
Así que hoy podríamos decir, casi en consonancia con Flusser, que la irrupción de las máquinas electrónicas de escritura no provocó una interrupción de la escritura misma, sino que más bien fue la prolongación de ciertas ramas de prácticas textuales poco observadas que ya venían creciendo en la sombra. La computación simplemente amplificó formas de escritura cuya relación con lo numérico era especialmente intensa, y que quizás el autor no tuvo plenamente a la vista.”
El libro de Flusser y el Prólogo de Tisselli puede descargarse aquí: