Fragmentos del ensayo «La invencible», de Vicente Quirarte

por Juan Pablo Anaya

versión integra del texto aquí: http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/0112/quirarte/01quirarte.html

«Los auténticos vencidos no se salvan. Logran hacerlo, a veces, los enamorados. Voraces como nadie, el amor los parte con un rayo seco y les otorga la posibilidad de la resurrección. Los otros se arrojan seguros de llevar un ancla al cuello. Quien evade a la Parca, desquicia las agujas del cuadrante: su tiempo no ha llegado. Únicamente el samurái que se hunde su obediente acero, altivo y fulgurante como nunca, es señor de la vida y la muerte.

(…)

¿Por qué traer a Bartleby, a leerlo otra vez, precisamente hoy, a La Invencible? Tal vez para convencerme de que añadir una línea más a todo lo escrito es una tarea imposible pero que siempre habría caminos para decir de otro modo los mismo. Seguramente, cuando a mi padre le aconsejaron que aceptara vivir una existencia mutilada, con sus ojos ya en otra parte contestó: ‘Preferiría no hacerlo’: en todo cuanto hizo se dedicó a ser fiel a esta verdad, basada en la estoica negación. Puso sus mejores cartas a la palabra escrita. No escribir era morir.

(…)

Uno de los últimos días de su vida lo vislumbré en un café cercano a Insurgentes al que solía ir en compañía de sus alumnos y donde compensaba sus prolongadas estancias con espléndidas propinas. Desde la calle lo descubrí solo, acodado en una mesa, en una inmovilidad desoladora. Su rostro ya no estaba en este mundo y una mirada ceniza invocaba con urgencia la piedad de la muerte. Me seguí de largo, con la inmediata mandíbula del remordimiento afianzada en la carne del alma. Mi instinto vital me alejaba de quien se hundía con el barco, pero que dentro de su personal maremoto todo lo preparaba para que el resto de la tripulación no se perdiera. Su actitud física –reflejo de su alma– era la del ángel de Durero: rodeado de todos los instrumentos para trazar y construir lo que sus habilidades le exigían, aquellas para las que estaba preparado, su gesto amargo lo transformaba en su peor enemigo, lo hacían blanco impecable de sus insospechables e íntimos dolores. Alguien muy sabio y longevo, Johann Wolfgang Von Goethe, escribió que la actividad fresca y renovada es la única manera de sobre ponerse a la adversidad. De esas últimas semanas en que mi padre estuvo en el mundo con qué alegría y alivio lo descubrí una mañana, recién bañado y luminoso, de pie en su escritorio, que evocaba al de Hemingway. Me invadía entonces la pasajera y consoladora seguridad de que era capaz de vencer las tempestades que lo amenazaran a él y a los de su barco.

La Invencible. El mismo adjetivo, igualmente con mayúscula, utilizó Felipe II para bautizar a su Armada. Invencible cada uno de sus bronces y velas, jarcias y mascarones. La derrotaron los elementos antes que sus humanos enemigos. A esta otra nada la vence. Por eso impone el inaudito poder de la minúscula: invencible es la vida y no la muerte.

(…)

Hoy es domingo y he rebasado la edad que mi padre tenía cuando decidió abandonar el mundo, incapaz de enfrentar ya no victoriosa sino decorosamente a La Invencible. Hoy soy más viejo que mi padre. Hoy mi padre es el hijo que no tengo.

(…)

Rubén Bonifaz Nuño nació el mismo día y el mismo año en que mi padre biológico vino al mundo. En este barrio, el niño Rubén soñaba con ser héroe y mago. Sus compañeros más hondos, llamados Salgari, Dumas y Rider Haggard, lo hicieron lector. Más aun, protagonista de combates en que llevó a la práctica la condición de la aventura con el anunciado riesgo del fracaso, suprema iluminación del que se arriesga. A sus ochenta y seis años, los mismos que ahora tendría mi padre, traba combate diario por la vida, enfrenta sus cotidianas humillaciones con estoicismo y entereza y nos hace entender cada día más el sentido de aquel verso suyo donde afirma que “es mejor sufrir que ser vencido”. Mi padre Martín dejó de creer que al escribir para uno se escribe para otro. Y ese otro, que acaso nunca conoceremos, nos justifica sin saberlo él ni nosotros, porque con él labramos la más poderosa armadura.

(…)

Tras el disparo de salida en las carreras de larga distancia, el mayor de los estímulos es la frase “Los esperamos a todos en la meta”. Cuando los de mediano rendimiento llegamos a la mitad de la competencia, es un honor ver a los punteros, kenianos con piernas de antílope, cercados por carencias y dobles ansias de vencerlas. Sabemos que ellos llegarán antes que todos. Uno sigue corriendo, seguro de no tener el cuerpo, la condición, la disciplina del que encabeza ese nosotros afanoso y gratuito al que consagramos cada minuto y cada esfuerzo de ese día. Al vislumbrar la meta y cruzarla con el último aliento, somos parte del héroe que hizo lo mismo que nosotros pero lo hizo mejor. Así con la escritura. Escribir es tener orgullo y humildad. En ese orden. Orgullo para profetizar, como Zola: “Seré Balzac o nada”. Humildad para admirar la gloria de ese otro que ha visto lo que nosotros hemos creído ver. Uno cruza la meta como puede y no como debe. No se trata de falta de esfuerzo sino de plena conciencia de los poderes con los que contamos. Es posible expandirlos, entrenarlos, pero íntimamente sabemos lo que somos. La expresión “Los esperamos a todos en la meta” puede ser hermana de la frase amarga y soberbia de Salieri cuando dice a su confesor: “Bienvenido al Universo de los mediocres”. En su sentido más hondo, subraya la sabiduría ancestral rescatada por uno de nuestros más jóvenes clásicos:

Después me dijo un arriero
que no hay que llegar primero
sino hay que saber llegar.

 

Octubre de 1993. No me duele una mujer en todo el cuerpo, como en el verso que Borges concibió para los vulnerados. Me lastima cada uno de mis músculos tras haberlos sometido al esfuerzo de medio maratón. Correr es como escribir. No hacerlo acabaría con ese inexplicable y absurdo sufrimiento. Pero también con el goce más sublime y pleno logrado en soledad. Me baña, con el mismo vigor y contundencia de la regadera que me bautiza como la primera vez, el fragmento del epistolario de Flaubert, al que acudía mi padre con frecuencia: “Pero la vida es tan corta. Nunca escribiré lo que quiero, ni la cuarta parte de lo que sueño. Toda esta fuerza que se siente y que te asfixia, habrá que morir sin haberla desbordado”.

 

A La Invencible se llega con preguntas. Nunca se sale con respuestas. El primer caballo de tequila que invade el estómago vacío abrillanta hasta la última de las piedras del barrio, como cuando sobre ellas cae una lluvia prolongada y nos otorga la momentánea ilusión de que será más breve la distancia entre experiencia y escritura. Para que el fuego nacido del impacto sea fruto de la sustancia y no del artificio. Alejar las palabras de la vida para que a ella más se acerquen. Me llega, como muchas otras imágenes reincidentes, una de los últimos días que vivimos en el centro antes de irnos a la colonia Roma, tierra entonces ignota y prometida. Papá se encuentra en el interior del único
coche que tuvo. Mientras llega el muchacho que manejaba para él, espera, leyendo como siempre. Una parroquiana de La antigua Roma, que parece salida de una película de Ismael Rodríguez, se le acerca, curiosa e insolente. Junto a su aliento fermentado, le lanza una pregunta que es afirmación al descubrir a un ser en apariencia ajeno a la fauna del barrio: “Ese mi valedor, de qué las compone”. Mi padre la mira y lanza espontáneamente la carcajada infantil que nunca debió de haberlo abandonado. A ella me aferro para que no me abandone.
En su última clase, el maestro Quirarte dejó un solo trabajo. Con el paso de los años he aprendido que consiste en escribir la carta que no pudo dejarnos. Su herencia fue la vida, la invencible. Su ejemplo final nos ha llevado a intentar agotarla, abrirle las piernas, seducirla sin tregua para lograr sus más altos dones. Como la escritura, puede ser conquistada por momentos, siempre y cuando seamos dignos de las armas para combatirla, hacerla nuestra aliada y vencer al común enemigo.»

Vicente Quirarte, «La invencible» texto descargable aquí: http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/0112/quirarte/01quirarte.html