El Mil Mesetas vs El Todo Mendoza

“Al hilo de los libros de Castaneda es muy posible que el lector se ponga a dudar de la existencia del indio Don Juan, y de muchas otras cosas. Pero eso no tiene ninguna importancia. Tanto mejor si esos libros son la exposición de un sincre-tismo más bien que una etnografía, y un protocolo de experiencia más bien que un informe de una iniciación. Así, el cuarto libro, Historias de poder, trata de la distin-ción viviente entre ―Tonal y ―Nagual. Lo tonal parece tener una extensión he-teróclita: es el organismo, pero también todo lo que está organizado y es organiza-dor: también es la significancia, todo lo que es significante y significado, todo lo que es susceptible de interpretación, de explicación, todo lo que es memorizable bajo la forma de algo que recuerda a otra cosa; por último, es el Yo, el sujeto, la persona, individual, social o histórica, y todos los sentimientos correspondientes. En resumen, lo tonal es todo, incluido Dios, el juicio de Dios, puesto que ―construye las reglas mediante las cuales aprehende el mundo, así, pues, crea el mundo por así decir. Y sin embargo, lo tonal sólo es una isla. Pues lo nagual también es todo. Y es el mismo todo, pero en tales condiciones que el cuerpo sin órganos ha sustituido al organismo, la experimentación ha sustituido a toda interpretación, de la que ya no tiene necesidad. Los flujos de intensidad, sus fluidos, sus fibras, sus continuums y sus conjunciones de afectos, el viento, una segmentación fina, las micropercepciones han sustituido al mundo del sujeto. Los devenires, devenires- animales, devenires-moleculares, sustituyen a la historia, individual o general. De hecho, lo tonal no es tan heteróclito como parece: comprende el conjunto de es-tratos y todo lo que puede estar relacionado con ellos, la organización del organismo, las interpretaciones y las explicaciones de lo significable, los movimientos de subjetivación. Lo nagual, por el contrario, deshace los estratos. Ya no es un organismo que funciona, sino un CsO que se construye. Ya no son actos que hay que explicar, sueños o fantasmas que hay que interpretar, recuerdos de infancia que hay que recordar, palabras que hay que hacer significar, sino colores y sonidos, devenires e intensidades (y cuando devienes perro, no preguntes si el perro con el que juegas es un sueño o una realidad, si es ―tu puta madre o cualquier otra cosa). Ya no es un Yo que siente, actúa y se acuerda, es ―una bruma brillante, un vaho amarillo e inquietante que tiene afectos y experimenta movimientos, velocidades. Pero lo importante es que lo tonal no se deshace destruyéndolo de golpe. Hay que rebajarlo, reducirlo, limpiarlo, pero sólo en determinados momentos. Hay que conservarlo para sobrevivir, para desviar el asalto de lo nagual. Porque un nagual que irrumpiera, que destruyera lo tonal, un cuerpo sin órganos que rompiese todos los estratos, se convertiría inmediatamente en cuerpo de nada, autodestrucción pura sin otra salida que la muerte: ―lo tonal debe ser protegido a toda costa.”
Deleuze y Guattari, “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos?”
«Cuántos contrasentidos alrededor del sentido del humor deleuziano y la afirmación de la alegría que conlleva, como si la alegría fuera la afirmación de una positividad que ignora todos los peligros. Sin embargo, no es que falten peligros. Ciertamente el límite deleuziano ya no es un muro, una barrera infranqueable trazada a priori; ya no tiene la forma de una ley que separa. [La noción de límite o frontera en Deleuze] es, por el contrario, inseparable de experimentaciones que progresivamente trazan ese límite; no las experimentaciones que hacemos, sino aquellas que somos, con todos los peligros que conllevan esos procesos» (David Lapoujade).

Hay un primer movimiento que caracteriza la filosofía de Deleuze, según David Lapoujade, y que consiste no en ascender para remontarnos hacia el sol luminoso, como en Platón, sino en acostarse “directamente en la tierra desértica” a la altura de lo molecular. Este estar acostados es algo así como un devenir-araña sobre una telaraña. Es decir, devenir un animal al acecho con todo el cuerpo instalado de manera horizontal sobre un plano vibrante. Para Deleuze y Guattari, el humor es precisamente ese movimiento del narrador en En busca del tiempo perdido que, como señalan en El anti-edipo, “no deja de deshacer tramas y planes, de retomar el viaje, de estar al acecho de los signos y los índices”. El humor es un movimiento que comienza por tenderse en el plano molecular de manera horizontal, para estar al acecho y experimentar a partir de una escala de intensidades donde no hay sentido ni significación predeterminada. El humor por el que apuesta Deleuze busca que el delirio propio del desierto, el delirio propio del cuerpo sin órganos, trastorne nuestra percepción y termine por engendrarnos un cuerpo.

Los «movimientos aberrantes» de la filosofía de Deleuze, según David Lapoujade, suponen este proceso de desertificación, el cual nos permite experimentar una realidad alucinatoria que nos engendra un nuevo cuerpo. Según Deleuze, esta experiencia se encuentra en el límite de lo vivible. En el momento en que nos acercamos a ese límite, la seriedad puede volvernos pesados e impedir que nos acerquemos, mientras tanto el humor puede que nos vuelva ligeros y nos permita experimentar ahí donde aparentemente se diluye el sentido. Los delirios y las alucinaciones que experimentamos, y que son expresiones del inconsciente material que nos constituye, pueden servir para recuperar nuestra creencia en este mundo. Es a partir de estas intensidades que podemos reinventar nuestra relación con nuestro entorno y los seres que nos rodean. Si el humor nos permite aproximarnos al delirio, entonces hay en los juegos que nos propone una oportunidad para experimentar precisamente en los límites del sentido. De tal manera que podamos renovar nuestro vínculo con este mundo y constituir una especie de fe o creencia. El suelo en el que estaría situada semejante creencia sería siempre móvil y en proceso de volver a constituirse, tal como sucedería en un juego que nos convocara a jugar pero que también nos invitara a re-inventar sus reglas.
“Theory might have both interest and worth—if we accept the thorough contingency of such worth—only if it is as destructive of the imagination (and the vocabulary of mitigation that characterizes it) as our milieu of possible extinction allows. We might need to abandon the grounding of ecology on nature (Morton 2007) or consider modes of deconstruction in which the future were not radically open, hospitable and affirmative (Clark 2010). There is no shortage of data regarding the possible or inevitable absence of humans: terror threats are calculated meticulously by government think tanks; climate change protocols and negotiations require detailed prediction and scenario plotting, and popular news is dominated by economic, climactic, viral and political ‘updates’ regarding a range of intruding violences (Grusin 2010). Such information, far from indicating the location of texts in a polity, suggests just the sort of approach deemed to be horrifically absurd in Knapp and Benn Michaels’s miserable summation of theory. Let us imagine texts as lines drawn without any preceding or ideal community. Let us also, more importantly, be aware (insofar as we can) that the text of the current ‘multitude’ includes information regarding climate change, terror, destruction and extinction expressed in a vocabulary of mitigation, adaptation, viability policy and sustainability, none of which can figure the non-existence of the human. If theory were to operate as it might then it would be destructive of such an imaginary; it would be theory after theory.”
Claire Colebrook, aquí: http://www.openhumanitiespress.org/books/titles/death-of-the-posthuman/
«I would suggest that we take our cue from Deleuze and Guattari’s reading of Woolf and Lawrence in A Thousand Plateaus in order to open a modernism of inhuman time—not a modernism of either stream of consciousness or stream of text (Deleuze and Guattari 2004, 278). This atavistic modernism might in turn allow for a re-reading of other modernists and post-modernism. Rather than posit something like tracing, marking, writing, text, differance or the word that would disperse and fragment any supposed grounding life, Bergson makes a direct claim about life as that which creates difference. Life is neither psyche, nor organism, and certainly not an inchoate chaos that is repressed by the order of psychic and organic wholes; life is an organizing power that operates in part by reducing the proliferation of intensive difference to allow for ongoing selfsame wholes, but life operates also by creating complexities and relations that cannot be contained by the human logic of organic efficiency. A modernism that followed this positively destructive atavism of intuition would not look beyond man to some higher human promise, but would allow the human to be invaded by the forces of the cosmos that he has all too efficiently silenced.»
Claire Colebrook «The Joys Of Atavism», aquí: http://www.openhumanitiespress.org/books/titles/death-of-the-posthuman/
«Un libro nunca comienza por la primera línea ni acaba con la última. Si hubiera que comenzar por la primera línea, nadie podría escribir (¿por dónde empezar?, ¿de donde sacar fuerzas suficientes?). Un libro comienza siempre antes de haber empezado o después de haber terminado, siempre va adelantado o retrasado con respecto a sí mismo. Comienza antes de haber empezado, sin que nadie — y menos que nadie quien lo escribe– sepa que ha comenzado. Hablando en general, los libros de filosofía comienzan todos ellos el mismo día: al día siguiente de la muerte de Sócrates. Es difícil calcular el tiempo transcurrido entre la muerte de Sócrates y la redacción del primer diálogo de Platón, lugar de nacimiento de la filosofía, pero cuando Platón convierte a Sócrates en protagonista de ese primer diálogo escrito señala que aquel libro, lugar de nacimiento de la filosofía, ya había comenzado antes de que empezase a ser escrito, cuando Sócrates estaba vivo o acaba a de morir. Desde entonces, se discute en vano si la escritura falsea –y hasta qué punto– esa experiencia anterior a ella que constituye su inadvertido punto de comienzo, la experiencia nombrada con la expresión ‘la muerte de Sócrates’.
Pero un libro termina siempre antes de haber acabado, porque si tuviera que acabar con la última línea nadie se atrevería a escribirla y el libro sería infinito. Un libro acaba siempre después de haber terminado, sin que nadie –y menos que nadie quien lo lee– sepa que ha acabado. Hablando en general todos los libros de filosofía acaban el mismo día: el día antes de la muerte de Aristóteles (cuando quizá ya estaba agonizando. Es imposible determinar el tiempo exacto que transcurre desde ese día hasta el primer comentario en que ‘la filosofía’ se convierte en un corpus endurecido de terminología técnica, pero es seguro que cuando sucede, allí donde sucede y mientras sucede, los libros de filosofía dejan de tener lectores y sólo tienen guardianes, guardianes que mantienen una interminable disputa acerca de su derecho de custodia sobre lo guardado. Así que los libros de filosofía son cosa extremadamente frágil: comienzan antes de que esté decidido en lo más mínimo a que puede llamarse ‘filosofía’, y acaban un momento antes de que todo el mundo separa ya demasiado bien lo que significa esa palabra.
Que un libro sólo pueda comenzar con la muerte de un hombre, no siendo una novela policíaca ni una historia de fantasmas, parece algo bastante triste. Lo parece, a menudo, la escritura, por esa impresión ya evocada de que traiciona aquello mismo que quiere expresar y que siempre, necesariamente, la precede. Como si la escritura llegase tarde (por la tarde, en el momento del ocaso), cuando aquello que se intenta atrapar ya ha pasado, como si se refiriese a una anterioridad que indica, pero que nunca puede acoger. Para los libros de filosofía, ésta no es una observación cualquiera, porque, dado que la filosofía nació como una cierta práctica de la escritura –la que acontece en los Diálogos de Platón–, la escritura parece ser perfectamente inseparable de la filosofía»
José Luis Pardo, La regla del juego, pág. 13-15.
“What Deleuze and Guattari’s history of the subject in Anti-Oedipus sets out to demonstrate is that this elevated disembodied subject has emerged from a process of cruelty and terror. It is only with the organised torture of bodies that one can imagine a ‘law’ to which such bodies are subjected. The subject is an effect of terror, for it is only through terror that we produce a law to which we are all subjected, and the idea of a universal and dutiful ‘we’.
Literature, according to Deleuze and Guattari, can reverse this historical and ironic tendency by re-living the cruelty and terror from which the law is imagined. Kafka is often read as an ironic or negative author because the ‘law’ always remains beyond any image or figure of the law —all we encounter are judgements and prohibitions, never the law itself (Derrida 1989b). Deleuze, however, sees Kafka as anything but negative and ironic. Kafka’s fathers and judges in The Castle (1922) or The Trial (1925) are not signs of a hidden law. Rather, the weak but punishing father is imagined as that which stands in front of a law forever out of reach. Our subjection to law is an effect of irony. Because all we have are partial images, we imagine some law above and beyond our own life. Kafka exposes the law as a fiction, as nothing more than a series of authorities who have such a lack of force and power that they must present themselves as signs of some greater law. But there is nothing behind the father, the judge, the court or the priest. We need to see such fictions as signifiers, pure affects or sensations with no underlying or hidden reality. The subject, or the self subjected to an unseen law, is one fiction or image among others. By creating endless images of the law Kafka shows the law to be nothing more than the performance or image of power, with power itself being the power of images (Deleuze and Guattari 1986, 55). Before the modern notion of the subject there were just political acts of force, cruelty and terror; it is only in modernity that we imagine power or force to have a ground: the man or humanity which might act as some way of judging and organising force.”
(Colebrook, Claire, Irony, London: Routledge, pág. 143)
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